Hemos crecido en un mundo que exalta a los líderes duros.
Aquellos que son capaces de hacer lo necesario, de tomar decisiones difíciles con tal de salvaguardar el bien de la empresa o del País.
Personas que pueden afectar con sus decisiones la vida de miles o millones y dormir plácidamente en sus camas los días siguientes.
Individuos, al fin, con rasgos psicopáticos.
No estamos hablando de los asesinos en serie de las películas o de las investigaciones policiales o psicológicas. Claro, mucho de los asesinos seriales son psicópatas.
Sin embargo, gracias a Dios, la mayoría de los psicópatas no son asesino. Y casi todos los que tienen algún rasgo psicopático no matarán a nadie a lo largo de su vida.
Aun así, serán capaces de hacer lo que sea necesario para lograr sus objetivos, lo cual, a veces, sólo a veces, implica infligir un daño físico a los demás. La mayoría de las veces se trata “sólo” de anteponer sus deseos de poder o realización al bien emocional, económico o laboral de sus compañeros.
¿Cuánto de esto describe a nuestros líderes políticos, empresariales o sociales? Personas con una increíble capacidad para entender a quienes los rodean (empatía cognitiva se llama) y con una casi ausente disposición para conectar con los sentimientos y emociones de esas mismas personas (lo que definimos empatía emocional).
Hemos promovido y aceptado un liderazgo con rasgos psicopáticos y hemos tachado de débiles, de incapaces de gestionar o de hacer lo necesario, a aquellos líderes empáticos que piensan primero en la persona y después (o quizás sólo al mismo tiempo) en los objetivos.
Necesitamos líderes más auténticos: líderes personales, capaces de conectar con las ideas y sintonizar con los sentimientos.
Líderes que se preocupen por su personal con la misma fuerza con la que buscan perseguir resultados satisfactorios.
Líderes que sepan vencer sus rasgos psicopáticos y puedan tener un corazón y una mente emocional.
Líderes, así, a secas.